Un mundial siempre es una cita muy importante. Aunque no sea el objetivo del año ni lo hayas preparado a conciencia. Solo el hecho de clasificarte ya es un gran logro. Y estar allí compitiendo con las mejores es un gran premio. Era el primer mundial en que la clasificación era con slots y no por suma de puntos. Así que todas las corredoras que estábamos allí presentes habíamos conseguido la plaza en una sola carrera. En algunas había solo un slot y en otras dos; así que no había muchas opciones. Había que acabar delante para ganarse un sitio en el mundial. Por eso, este mundial, era tan especial. El nivel era altísimo y todas habíamos demostrado que estábamos allí por hacer, como mínimo, una carrera brillante donde conseguir la ansiada moneda que certificaba el pase al mundial.

Era la única española que lo había conseguido (en categoría pro). Seguro que porque muchas ni lo habían intentado. Si os digo la verdad, yo ni lo busqué. Y lo conseguí en el primer y único 70.3 que hice en todo el año: el 70.3 de Dubái, el 1 de febrero. Así que empezar la temporada de forma tan temprana y además conseguir el pase para el mundial fue un gran regalo. Me hizo mucha ilusión. Y por lo tanto, a pesar de no entrar en mis planes participar en él, hice un hueco en el calendario para no perderme esta gran cita. Lo mejor fue que Javi también consiguió clasificarse en su grupo de edad y eso era un aliciente extra. Por supuesto, nuestra familia no se lo iba a perder tampoco y llegábamos a Niza con la seguridad de que íbamos a estar bien arropados.

Llegaba fuerte. Llegaba segura de mi misma después de toda la confianza que había ganado con mis resultados durante todo el año. Llegaba con la sensación de estar recuperada de Embrun y con ganas de hacer un buen mundial y medirme con las mejores. Me sentía una privilegiada solo por el hecho de haber conseguido la clasificación junto a: Javier Gómez Noya, Pablo Dapena, Fernando Alarza y Vicente Hernández (en la categoría masculina). Y aunque sabía que todas las miradas de nuestro país estaban puestas en mí en la competición femenina, debía olvidarme de esa presión y sacarle la parte positiva a todo eso. Realmente era una afortunada. Había mucha expectación en este mundial y, como es lógico, era inevitable que la gente hiciera sus quinielas y pronosticara el resultado. Alucinaba cuando leía comentarios de la gente que me ponían como favorita, o que le iba a dar guerra a rivales de la talla de Ryf, Lucy Charles u otras por el estilo. A mí me daba la risa. Sin embargo, valoré eso de forma muy positiva. Y es que es muy bonito que la gente crea y confíe en ti. Yo también lo hago. Confío mucho en mi misma, pero también soy muy realista. “Demasiado humilde” me decían algunos cuando hablábamos del tema. “¡No! Soy realista” les decía yo. Y es que, yo mejor que nadie, conocía a mis rivales; y me conocía a mí misma. Sabía que, para mí, el mejor resultado era un décimo puesto. Contando que siempre pudiera fallar alguna… como mucho, mucho, podía aspirar a un octavo puesto. Sin embargo, entrar en un top 8, estaba al alcance solo de otras rivales. No os voy a negar que yo también quería estar más adelante, quería verme luchando con las mejores y poder estar de tú a tú con ellas. Pero por más que hiciera cálculos no salían las cuentas. Había dos ligas y yo esta vez estaba en la segunda. Os miento si os digo que soñaba con entrar en la primera y que los comentarios de la gente, y hasta discusiones con amigos, que también me veían ahí (y se enfadaban conmigo por no saberlo ver), me hicieron creer que igual si que podía. Lo mejor de todo es que realmente no sentía nada de presión. No tenía que demostrar nada a nadie. Ni siquiera a mí misma. Sentía que mi temporada había sido impecable y eso me daba seguridad. No por el hecho de permitirme fallar, sino por saber que podía volver a sacar una gran carrera a nivel individual.

Pues sin presión, ni nervios, llegó el gran día. Me sentía muy segura. Sentía una entereza alucinante y una frialdad nunca antes percibida en una competición. Sabía que era por no sentirme en la palestra, por sentirme una desconocida entre todas aquellas estrellas que nos hacían sombra al resto. Las miraba con admiración. Orgullosa de estar allí con ellas y con el alivio de sentir que todos los focos eran para ellas. Por momentos me sentía más espectadora que protagonista y tenía que concentrarme en mi carrera. Esas sensaciones son raras. No os voy a negar que algo preocupante. Sin embargo, el alivio de no temblar de nervios me hacía sentirme aún más fuerte. Era como si tuviese la situación controladísima. Como si supiese cual era exactamente mi papel y que me iba a salir bordado.

Cámara de llamadas. Nombran a las diez favoritas y luego nos dan la orden al resto para colocarnos. Corro para conseguir un puesto en la segunda fila. Me coloco detrás de Daniela Ryf (ni más ni menos). Ahí si que me tiemblan las piernas y no solo por el frío de primera hora de la mañana. “Judith, estas en un mundial, disfrútalo”. Suena el bocinazo y corremos hacía al agua sintiendo un fuerte dolor en los pies. ¡Dios! las piedras de la playa de Niza es lo peor de la carrera.

Te das cuenta de que estas en mundial cuando desde la primera brazada el ritmo es frenético y el nadar se hace realmente agónico con tantos golpes. Todas íbamos a una. Todas éramos grandes nadadoras. Realmente se hizo muy difícil coger un sitio entre toda esa espuma donde volaban manotazos. Qué sufrimiento. Qué sector tan duro. Primero, por encontrar mí sitio y segundo por no perder al grupo. Lo que nunca encontré fue mi ritmo. Aunque sabía que no lo iba a marcar yo, sino la exigencia de la carrera, me había concienciado en que debía sufrir como nunca en ese sector porque era clave no perder al grupo cabecero (no a las sirenas de Lucy, Holly o Daniela, sino al resto). Sabía que debía darlo todo, pero por más que lo hice fue imposible no descolgarme. Pasé de estar luchando, y peleando con ellas, a sentir que me quedaba fuera de juego. “¿Cómo es posible? Si estaba ahí hace tres segundos”. Me pregunté a mi misma a falta de unos quinientos metros para el final y cuando veía que empezaba a perder los pies de referencia. Nunca se entiende por qué. Nunca sabes por qué pasas de estar tragando espuma (de los pies de las que llevas delante) a separarte unos metros que te sentencian. ¿Fue culpa mía? ¿Fue el helicóptero que se acercó mucho y creó mucho oleaje y turbulencias? No lo sé. Lo que sí sé es que eso marcó mi prueba. Quizá no me benefició que se hiciera un solo un gran grupo en vez de varios y fui la única que se quedó descolgada mientras rivales, que en otras carreras han salido por detrás de mí, ese día supieron aguantar.

Si en los últimos metros del agua tenía la esperanza de poder alcanzarlas en la transición, el largo sprint hasta boxes acabó de confirmar lo peor. Se me fueron del todo. Salí muy forzada del agua y no conseguí recortar esos 15” ó 20” que me sacaban. Aún así, cogí la bici con intención de seguir intentándolo; pero resultó imposible. Me dejé la vida. Luché contra el fuerte viento que hacía en esos primeros kilómetros llanos en los que nos desviaban de la costa de Niza. Y con la impotencia de ver como esa fila de rivales se alejaba decidí, exhausta, que no podía seguir así. Debía centrarme en mi carrera y coger un poco de aire antes de las duras subidas que venían. <Qué agonía. Qué sufrimiento>.

Nunca sé qué hubiera pasado si hubiera conseguido engancharlas. No sé si hubiera cambiado algo. Ni si me hubiera descolgado más tarde. No es excusa porque, después de eso, tuve la oportunidad de engancharme a otras rivales que me fueron pasando y tampoco lo conseguí.

El sector de bici fue muy duro y exigente. Esta vez la exigencia no la marcamos ni yo ni mis rivales sino el propio recorrido. Una carrera atípica para un 70.3 con un puerto de 9 kilómetros con un desnivel medio del 7%. Sin duda una etapa así iba a marcar muchas diferencias y hacer una buena cronoescalada era fundamental. Yo no la hice. No solo me sentí lenta y pesada (quizá la resaca de Embrun, no lo sé) sino que me pasaron muchas rivales con cierta facilidad. Rivales ante las cuales, a priori, soy más fuerte. Y otras a las que ni conocía. No me vine abajo. Supe aceptar la situación de carrera y las sensaciones de ese día. No me encontré mal del todo, simplemente no me encontré al 100% ni tan fuerte como otras veces. Aún así no le quise dar mucha importancia. No quise que eso me sacara de carrera y me convencí sabiendo que las consecuencias de pasarse en bici podían ser graves. Como me dijo Iván, mi entrenador: “la clave es no pasarse en la subida para tener fuerza en la bajada. Esa es nuestra baza. Debemos jugar a ser listos”.

Un buen ascenso era clave. Pero, la bajada, aún podía cambiar mucho las cosas. Era un descenso muy largo y técnico. Sinuoso y peligroso. Las fuerzas no me acompañaron en la subida. Sin embargo, por suerte, bajando me encontré genial. Me sentí rápida, segura y sin miedo. Esta claro que los frenos de disco me dan un plus de seguridad. El hecho de conocer el circuito fue clave también. Aunque no es lo mismo hacerlo de paseo charlando con tu marido, y disfrutando de las vistas (eran espectaculares), que hacerlo compitiendo al límite. “Qué tensión”. Qué desgaste generan estas bajadas (aunque apenas pedalees). Es el miedo a caerte, a salirte de la carretera, a encontrar un coche de cara (aunque no arriesgué nunca en salirme de mi carril). Todo eso mezclado con la agonía de querer recuperar segundos y luchar al máximo la carrea. Me vine arriba al ver que estaba trazando bien cada curva y que iba bajando muy confiada. Y me emocioné al ver que iba pasando rivales. No más de cuatro o cinco, pero me parecían muchas. No fueron tantas como las que me pasaron a mi subiendo, pero algo es algo. A una de las que me sorprendió pasar fue a Carrie Lester. Una especialista en este tipo de recorridos (ganadora varios años del Embrunman y Alpe d’Huez). Supongo que tuvo algún susto porque la noté bloqueada. Yo también tuve un par de sustos: el primero cuando de golpe aparecieron tres perros en la carretera y se pusieron a correr a nuestro lado (justo íbamos tres triatletas bajando una detrás de la otra). Y el segundo cuando al final de descenso, en el momento que me estaba acoplando de nuevo, pillé un bache mientras bajaba a más de 60 km/h y se me salió el antebrazo del apoyabrazos. Se me descontroló la bici y me fui al carril contrario esquivando, de milagro, un cono. Por suerte conseguí controlar la situación y no caerme. <¡Dios mío!> que momento más malo. Me salvé de una buena.

El sector ciclista se me pasó realmente rápido. Y es que, después del Embrunman, eso me parecía un chiste. Que cosas más curiosas. Lo mejor de hacer larga distancia y carreras de una gran dureza es que luego un half se pasa sin darte cuenta. Y sin darme cuenta estaba llegando a la T2. En esos kilómetros finales conseguimos enganchar (las tres triatletas que veníamos rodando juntas desde el descenso) a cuatro triatletas más. “Qué bien”. No sabía ni cómo iba, pero al menos le daba algo de emoción a la carrera y la esperanza de poder disputar algún puesto más.

La segunda transición marcó diferencias en la carrera. Y es que, a pesar de ser la última en entrar, fui la primera en salir. Quizá el hecho de llevar los calcetines puestos me ayudó. Aunque realmente fue las ganas de comerme la carrera y luchar a pie lo que no había sido capaz de luchar en bici. Realmente hice una transición muy rápida comparada con el resto y no solo eso; sino que impuse un fuerte ritmo desde el principio. Aunque una de las competidoras me pasó en el primer kilómetro y se fue muy fácil. “¡Madre mía! Si yo estoy corriendo por debajo de 3’50”.

Después de esa segunda transición donde adelanté cinco puestos. La carrera dejó de tener emoción. Fue como si al salir de boxes hubiera escapado de la carrera. Fue una media maratón completamente en solitario. La carrera por delante estaba muy lejos y rápidamente también lo estuvo por detrás. Que sensación tan extraña: estar compitiendo en un mundial y sentir que no hay nadie más a tu alrededor. Me sentía fuera de carrera. No sabía cómo iba. No sabía cuántas tenía delante ni dónde estaban. Bueno, sí que lo sabía: muy lejos. Así que no me quedó más remedio que hacer mi propia carrera. Tuve varios momentos de querer regular. Iba al límite y yo misma me decía que no tenía necesidad. Lo tenía todo hecho, nada iba a cambiar y podía relajarme. Pero me negaba a hacerlo. No quería relajarme en un mundial por mucho que el resultado no fuese a cambiar. Así que empezó una competición nueva para mí. Competí solo contra mi misma, contra el crono, contra el hecho de que por más que no tuviera nada que hacer, no me iba a rendir. Y conseguí vencer esa carrera. Superarme a mí misma. Me marqué mi mejor media maratón. Corrí a 3’54 de media. Corrí todos los kilómetros por debajo de 4’/km. El mas lento fue uno a 3’59. “Qué pasada”. Sentir que estás volando, que estás haciendo un carrerón y que es en balde. No sirvió para nada (bueno, sobre el kilómetro 14, adelanté a una rival más).

Realmente no sirvió para nada en cuanto a la carrera se refiere. Sin embargo, a mí me valió para mucho. Para cerciorarme de mi buen estado de forma y de mí mejora en la carrera a pie. Para justificar, quizá, que no haber hecho tan buena bici al menos me permitió correr muy fuerte. Y para demostrarme, una vez más, que la cabeza es mi mejor arma. Disfruté muchísimo esa media maratón. Disfruté compitiendo contra mí misma y probándome; llevándome al límite. Jugando con el crono y con mi propio cuerpo. Y, sobretodo, con mi mente. Desde el primer kilómetro sentía la agonía de quién lo está dando todo. Jadeaba de la intensidad con la que estaba corriendo. Sin embargo, iba sobrada a nivel muscular. Tenía fuerzas. Tenía piernas. Las sensaciones eran muy buenas pero mi corazón no podía latir más rápido. El cuerpo me decía: “puedes correr los kilómetros que quieras, pero no los puedes correr más rápido”. Aún así no me quejo. Conseguí ganar mi propio pique. Todos los kilómetros constantes viendo siempre un “tres cincuenta y pico”. Eso era mucho para mí y disfruté con ello, con ver como la media bajaba a medida que pasaban los kilómetros y conseguía hacer la segunda vuelta más rápida que la primera. Para mí, eso, era brutal. Me fui motivando yo sola; retroalimentándome kilómetro a kilómetro.

Y es que, el recorrido de la carrera a pie, te pone a prueba alejándote rápidamente del epicentro de la carrera. Menos de 2 kilómetros con animación y el resto… pura soledad en una carretera de ida y vuelta. Suerte que el paso por donde está la gente me cargaba las pilas al máximo y tiraba de rentas los siguientes kilómetros. Y es que allí estaba una vez más mi familia al completo. Y Javi que, a pesar de competir al día siguiente, lo estaba dando todo en mi carrera (como siempre). Además de a ellos, tuve a muchos españoles animando, también a muchos extranjeros. Y tanto Gonzalo, como Santamaría, me ayudaron mucho con su aliento. Ahora que… el mejor momento, con diferencia (perdonarme el resto), fue ver como, sobre le kilómetro cuatro, Javi Gómez Noya me animaba junto a Pablo y Carlos (su entrenador). ¡Guau!. Fue el único momento que sonreí en toda la carrera. “Gracias Javi”. Qué ilusión me hizo. Quizá por eso corrí tan rápido. Je,je,je,je,je.

Ha sido un mundial extraño. Me ha quedado un sabor agridulce. Sobretodo por la sensación de que hice una gran carrera a nivel personal, pero que no sirvió de mucho o no brilló lo suficiente. Fue una carrera fácil, sin percances. Una carrera donde me encontré muy fuerte y entera, pero me sentí sola, poco competitiva y alejada de la pelea. Es como si mis sensaciones, y mi rendimiento, no concordasen con el resultado. Y eso, me inquieta un poco. Llegué a meta con mucha satisfacción personal por mi rendimiento, pero sin saber ni siquiera como había quedado. Es cierto que sabía a dónde venía. Que era la carrera con más nivel que había corrido nunca y que, entrar en el top 10, era un resultado muy exigente. Pero, al menos, quería poder pelearlo. Me ganó alguna rival a la que esperaba ganar y me ganaron otras que ni si quiera conocía. Sin embargo, yo también gané a rivales más fuertes. Como me dijo un amigo: “Están las inalcanzables, las tops y las buenas. Tú, antes, eras buena. Ahora, ya eres top”. Me lo creía y me lo debo de creer. Pero, en este mundial, creo que me quedé algo lejos de eso. ¿Quizá debí arriesgar algo más en la bici? No lo sé. Pero sí sé que voy a seguir trabajando para ganarme esa etiqueta de top.

Tengo que decir que lo bonito de un mundial no es solo la carrera, sino todo lo que envuelve a su alrededor. Y con eso sí que me ha quedado un sabor más que dulce. Por muchos motivos: por compartirlo con Javi y ver su gran carrera. Por tener allí a mi familia y vivir con ellos grandes momentos y disfrutar de muchas más cosas a parte de la carrera. Por compartir esta experiencia con el resto de los españoles (sobre todo con Rocío y Raúl) “Chicos. Ha sido increíble”. Por conocer a gente como el director de FELT y a La Flaca Guerrero. Y por vivir un gran número de anécdotas y momentos inolvidables.